Es nuestro soldado de línea el modelo de la abnegación militar, llevado a su último límite.
El soldado argentino, tan bravo, tan abnegado, tan sufrido, ha venido a ocupar hoy la primera línea en los ejércitos americanos y podrá ocuparla fácilmente en los europeos si a las prendas naturales que posee se agregan la instrucción militar y cívica que se da al soldado europeo.
Nuestro soldado de línea es general en cualquier arma en que se quiera utilizar sus servicios.
En Caballería es un consumado jinete, como es un hábil marinero a bordo de cualquier buque de guerra.
En Infantería como en Artillería se penetra bien pronto de la táctica de cada arma y opera como si fuese la suya propia.
Nadie se ha preocupado en estudiar este tipo de inmensa bravura y nadie, sin embargo, más digno de estudio que él.
Privado de todo goce de guarnición, si sirve en la caballería, pasa su vida miserable con el arma al brazo eternamente, combatiendo siempre contra el salvaje y siendo el guardián constante de la inmensa fortuna que encierra nuestra campaña.
Su vida no puede ser más aperreada, ni mayor la indiferencia con que lo trata el gobierno.
Sin embargo, sus labios no se entreabren nunca para quejarse, guardando una sonrisa de resignación suprema para soportar todas las miserias.
Para él, todo es lo mismo, porque de todos modos sufre, en la paz como en la guerra, en la frontera como en la ciudad.
Alegre siempre y siempre dispuesto, nunca tiene pereza para nada, siendo su única distracción el día de la pelea.
En la fortuna como en la adversidad, en el triunfo como en la derrota, siempre es el mismo, y siempre impasible y bravo, se retira a paso lento frente a las fortificaciones de Curupaytí, o avanza gallardo y ligero sobre los campos de Ituzaingó.
El sabe que las penas corporales están suprimidas, pero sufre las estacas, el cepo colombiano y los palos con la misma resignación con que ha sufrido el hambre y la miseria.
El motín militar es desconocido en nuestro ejército de línea, que no ha dado jamás un espectáculo vergonzoso.
El soldado de línea ingresa en nuestro Ejército por dos caminos: enganchado o condenado al servicio de las armas.
En uno u otro caso, ve expirar el término de su servicio sin que el gobierno o su jefe inmediato se acuerden de darlo de baja.
Y pasan los años y los dos porque fue condenado o enganchado se convierten en seis, ocho o más que le han hecho perder la esperanza de recobrar la libertad perdida.
El gobierno le debe sus cuotas de enganche y veinte o más meses de sueldo, pero ya se ha habituado a aquel proceder monstruoso y espera tranquilo el día en que la muerte salde todas sus cuentas.
El cepo y las estacas, el colombiano y los palos han levantado el grito de la venganza en su corazón hidalgo, haciéndole esperar el día de la batalla para tomar un desquite que lo deje satisfecho.
Pero el día de la batalla llega, la bandera azul y blanca flamea entre el humo del combate y el soldado olvida entonces todos sus rencores y todas sus venganzas.
Es preciso vender cara la vida en honor de aquellos colores gloriosos, jamás abatidos, y pelea y pelea hasta caer, siendo feliz si la muerte le ha dejado tiempo para gritar ¡viva la patria!.
Es que el soldado se ha sobrepuesto al hombre; la voz de la patria habla a su corazón más alto que la de todo otro sentimiento y su espíritu abnegado lo lleva hasta salvar a San Martín en San Lorenzo, o arrancar a Dantas de las trincheras de Curupaytí, no porque fuera Dantas sino porque lleva la bandera del 2 de Línea.
Y el soldado de línea lleva aquella vida desesperante y heroica hasta que la vejez o las heridas obligan al gobierno a darlo de baja, para que vague por nuestras calles muriendo de hambre y en la más monstruosa de las miserias.
Atajen a cualquiera de esos soldados, cubiertos de cicatrices, y pregúntenle cuántos meses le debe el gobierno, ¡sólo ellos son capaces de haber llevado la cuenta!
La llegada de un comisario pagador es en la frontera un acontecimiento fabuloso, aunque de veinte o más meses no lleva sino el sueldo de uno o dos.
Pero el soldado lo recibe lleno de regocijo, aunque debe diez veces más al pulpero y al gobierno mismo por descuentos que le ha hecho la contaduría y que, aunque él no entienda, tiene que pagar.
La cama es un mueble que no conoce desde que entró en el servicio, como no conoce el pan, ni más alimento que el pedazo de carne que recibe de cada ocho, cuatro días.
Primero, mira con un placer supremo el duro suelo donde le es permitido descansar su osamenta y concluye por mirar como el pináculo de la felicidad el poder dormir montado sobre su mancarrón marchero.
La galleta del proveedor es como hecha con harina de piedra, la leña no enciende, el tabaco es lengua de vaca mal secada al sol y el azúcar es tierra greda.
Pero, ¿qué le importa?
Ya se ha acostumbrado a aquella alimentación imposible y sólo teme una cosa: que llegue a faltarle.
El día que bolea algún avestruz o agarra una mulita, arroja con desprecio la ración del proveedor.
Pero cuando no tiene más, se lo ve cocinar alegremente su pedazo de carne lívida y azulada, y comerlo con un placer increíble –cualquiera que lo viera en ese acto, creería que saborea un manjar.
El gobierno ha llegado hasta cambiar para ellos las estaciones del año, mandándoles ropa de brin en el mes de julio y ponchos de bayeta en enero.
Pero todo es lo mismo, él se ha habituado a todo, a pesar de las mil pulmonías y otras mil congestiones que le han salido al camino.
En campaña, al soldado de línea no se lo ve triste un solo momento.
Todo en él es un motivo de alegría y de chacota, si acampan a descansar, porque han acampado, y si se pierden dormidos sobre el caballo, porque se han perdido.
Un charquito de agua inmundo, donde aplacar o engañar la sed, es un motivo de alegría, y el permiso de carnear y comer un patrio viejo es el colmo de toda felicidad sobre la tierra.
El veterano lo sufre todo con la misma resignación, hasta el castigo injusto, del que no puede reclamar sino después de haberlo cumplido.
¡Pero échese generala o tóquese a degüello!
El soldado se transforma, el más viejo se vuelve un muchacho y el más inválido se endereza como un atleta.
Y pelea con una bravura imponderable, sin haber peligro capaz de arredrarlo, porque al mayor peligro responde siempre con esta frase:
“¡Y qué me importa!
¿Tengo acaso el cuero para negocio?
Su familia, su orgullo, su porvenir y vergüenza misma están en el número de su kepi, llegando hasta esa sublimidad que oímos a un soldado del 2 de Caballería, en un momento de inmensa desventura:
“¡Una gran perra!
¡Si yo no fuera del 2 de Caballería, me desertaba!
Un soldado del 2 no podía cometer un delito tan vergonzoso y el solo respeto a su número lo había contenido.
Comprendía el delito bajo cualquier otro número, pero jamás bajo el número dos.
Fuente
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005)
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